La vara del conjuro final
Las cucarachas habían sido un maleficio en casa. De eso estaba segura la tía Carmen, quien muy ingenuamente mostraba su habilidad en detectar los malos augurios y a pesar de ser la menor, era de naturaleza siniestra e inocente. La tía Eulalia -la del medio- era la conocedora de las esencias, polvos, y a cada uno le conocía las propiedades para ahuyentar o atraer cosas. Temilda, la mayor y más sabia de las hermanas, propuso y aplicó una vara gruesa a la que llamó La vara del conjuro final. Éste era el instrumento con el que mis tías mataban a las cucarachas: una vara de madera maciza con la que las aplastaba, con tal precisión, ferozmente, y así aseguraban el debilitamiento de tal brujería, magia negra, conjuro o como se le quisiera llamar.
Anoche salí al patio
trasero a cepillarme los dientes como de costumbre a la misma hora. Tomé la
tapara, la llené de agua y cerquita del mango me agaché con mi cepillito lleno
de crema dental. Al botar el primer buche de agua vi a una cucaracha patas arriba,
sin cabeza y descuartizada que movía sus patitas velozmente. Sentí por un
momento dolor pero luego me dio mucha risa verla cómo se movía de manera tan
graciosa. Recuerdo que esa tarde mi tía Temilda la acorraló al final
del pasillo. Con la mirada fría levantó la vara sobre ella y la dejó caer.
Pude observar cómo la mitad de su cuerpo salió disparada dejando salir una
sustancia viscosa y amarillenta. Mi tía Eulalia tomó la escoba y con sonrisa de
triunfo la batió al patio. La pobre cucaracha tenía todas esas horas lanzando
pataditas al aire, quizá implorando, quizá adolorida. Sentí mucha pena por ella
y las que estaban amenazadas por la mortal vara.
“Con nosotras nadie podrá... ¡Ese trabajo de que lo tumbamos lo
tumbamos…!”, comentaba la tía Temilda ayer en la sala. Todos la rodeábamos y
escuchábamos sus historias y advertencias. Mi tía Temilda era la única que
poseía el control absoluto de la vara: la encargada de dar muerte certera a la
plaga. Recuerdo cómo una noche en un movimiento muy disimulado apuntó al suelo
y luego se escuchó cómo se trituraba aquel pequeño cuerpo. Observaba casi
riéndome el rostro de mi tía Temilda haciendo una mueca, afincando cada vez más
y más la vara hasta que ésta perdía equilibrio y se resbalaba dejando un camino
amarillo con trozos de alas y patas. También un día miré atónito cómo apuntaba
a otra cucaracha que subía con desgano por una pared. La vara llegó exacta a su
cuerpo y seguido a esto cayeron cristales negros al suelo. Ella sonrió y
exclamó: “¡se está
debilitando…!¡se está debilitando el conjuro! ”.
Mi
tía Eulalia era la que más ajetreaba en la cocina, y no sólo con la comida,
también con las largas preparaciones de pócimas y brebajes. Alguno que otro
encargo le costaba toda una noche de trabajo. Ella mantenía regado en toda la
casa un polvo amarillento, cintas de colores amarrados de los ganchos de las
matas, cada uno con un número distinto de nudos. Entierros, santos escondidos
bajo las piedras y botes de basura como si fuesen guardianes. Era muy cuidadosa
y aconsejaba siempre que no recibiésemos café porque a veces lo ensucian y
otras con el fondo vacío leen nuestra vida, nuestra esencia. Ella confiaba en
sus secretos para acabar con las cucarachas.
Mi
tía Carmen, la menor como ya lo dije, era muy callada pero yo muchas veces la
encontré hablando con los sapos y tutecas. Regañaba a las cucarachas, les decía
con autoridad que estaban molestando, que debían irse de la casa. No dormía
casi. Se la pasaba por los patios tarareando canciones de cuna y echándole
chistes a los bachacos. A veces, miraba mucho la luna o simplemente se quedaba
mirando hacia algún rincón oscuro, paralizada, como esperando a que alguien
saliera y nunca salía. Eso me daba mucho miedo y salía corriendo de nuevo a mi
cama.
Mi
tía Temilda creía en La Palabra
Final, lo dicho como cumplido. Podía tomar la mano de cualquiera, fruncía
las cejas e iba leyendo cada arruga. O miraba a los ojos con un gesto maternal,
pero indagando en la pupila y comenzaba a sonreír, porque indudablemente algo
descubría. Muy segura andaba por la casa y siempre la observaba cuando iba a
buscar la vara en la esquina habitual y luego se escuchaba el golpe en el patio
y otro y luego otro... Cuando iba al lugar veía todos aquellos cuerpos que
agonizaban arrastrándose por doquier, o algunas con medio cuerpo pegado al
suelo dando pataditas graciosas al aire. Aquello era una guerra en casa. Mi tía
en medio de aquella multitud de muertes se mostraba imponente con la vara.
Durante
esos días la vara cayó muchas veces sobre alguna cucaracha desprevenida. No
daba tres pasos por algún pasillo o por algún patio sin ver despavorido a una
cucaracha patas arriba o descuartizada en una esquina. A veces me las
encontraba como estampillas en la pared. Cada vez que mi tía corría tras una,
podía escuchar los pasitos apurados de sus cuerpecitos, quizá con jadeo en
busca de un refugio. La vara muchas veces daba el primer golpe en la cabeza y
la otra mitad quedaba dando brincos como caballo desquiciado. Era la guerra
declarada contra ellas y yo nada podía hacer.
Ya al terminar de cepillar mis dientes, con lástima comencé a
decirle cuánto lo sentía. La semi-cucaracha no me respondía, era de esperarlo.
Miré a todos lados por si había alguien en el patio o detrás de mí. Temía a que
alguna de mis tías descubriera que me estaba compadeciendo por ellas. Tal
sacrilegio merecía un buen castigo y no quería imaginarme cuál me hubiese
tocado. La seguí mirando con tristeza y le dije que no se preocupara, que
buscaría la manera de esconderle la vara a mi tía para que les diese tiempo a
las demás de escapar. De repente la cucaracha dejó de patalear y escuché unos
pasos por las matas de limón; estaba totalmente oscuro. Por un momento pensé en
mi tía Carmen y en lo que hacía: esperar a que alguien apareciera de las
sombras; aquello era escalofriante. Paralizado miraba fijamente a los limones y
tenía la certeza de que alguien iba a aparecer.
No
escuché más pasos, todo era silencio y frío en el patio. Tres cucarachas
merodeaban muy cerca sin preocupación alguna. Les dije que hicieran lo posible
por buscar refugio mientras escondía la vara, pero ninguna me hacía caso. Miré
de nuevo a los limones con más temor porque estaba seguro de que alguien estaba
allí observándome. No sé por qué pero imaginé los ojos verdes claros de mi tía
Carmen aparecer. La podía ver allí de pie, también paralizada, inexpresiva sólo
mirándome.
Entré
apurado a la casa y caminé por los pasillos. La cocina era el lugar de la
mortífera vara y podía imaginármela recostada a la pared. Mientras andaba iba
pensando en cómo la escondería. Pensé en llevarla a la copa de un árbol, ya que
ninguna de mis tías tenía habilidades para treparlo, a menos que pudieran volar
tal y como lo describen los cuentos de brujas. Otra opción era enterrarla en el
fondo del patio, aunque mi tía Eulalia con su experiencia en los entierros la
hubiese podido detectar en el momento en que mirara la sopa en pleno hervor,
porque allí era el lugar donde descubría cosas ocultas, secretos, profecías o
lo que se le ocurriera preguntar. Muchas veces observé cómo le hablaba con sus
ojos petrificados, al mismo tiempo que iba batiéndola lentamente con la enorme
cuchara de palo.
Al
llegar a la cocina me quedé con la boca abierta al descubrir que la vara no
estaba en su lugar. Me pregunté en qué momento mi tía Temilda la había tomado a
esas horas de la noche. Presentía que ya había escuchado desde su cama mi voz
que le hablaba a las cucarachas. Comencé a temblar de miedo y regresé al patio
para contarles antes de que fuese tarde. Mis ojos helados y resignados vieron a
las mismas tres cucarachas que andaban hace unos segundos destrozadas por todas
partes. Me acerqué a uno de los cuerpos que tenía sólo tres patitas aun en
movimiento. Llorando me hinqué y le dije de nuevo que lo sentía, que lamentaba
mucho todo aquello. Les expliqué que me sentía impotente, que mis tías eran más
listas que yo y que ya nada podía hacer. De repente escuché detrás la voz de mi
tía Temilda que en medio de risas repetía: “Ya
nada podrás hacer… ya nada podrás hacer…”. Al darme la vuelta la miré a los ojos
y vi cómo levantaba la vara sobre mí y la dejaba caer. Unas risitas salieron de
las matas de los limones; era mi tía Carmen que siempre había estado mirándolo
todo.
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