A H. E.
Una mujer muy amada por mi familia, perdió al que iba a ser su segundo hijo, deseado... Y lo perdió en un hospital —aunque veremos que "perder" no es el verbo adecuado—, habiendo cumplido los nueve meses de gestación con total normalidad, porque el médico le dijo una y otra vez que se había orinado, aún cuando ella sabía que había roto fuente. Él ya no era un feto, era un niño, un niño preparado para vivir autónomamente, sin necesidad del cuerpo de su madre, niño que ya pesaba cuatro kilos; ella traía al mundo no sólo un hijo deseado, sino sano. Esto significa que ese médico, ese hospital, asesinaron a ese niño, al que esa familia esperó con ansias por nueve meses. La inacción y el cegarse ante un sesgo de autoridad —"yo soy el médico, conozco tu cuerpo mejor que tú"—, son violencia criminal: la violencia obstétrica es criminal, y en no pocos casos, mortal.
Si existe la insensibilidad con una mujer que ya gestó completamente, ¿cómo no van a ser indiferentes ante una situación de aborto, así sea este espontáneo, más si este médico, enfermera..., no saben diferenciar entre lo que le exigen sus creencias, que aplican sólo para ellos, y lo que una persona, su paciente, que puede que profese otras creencias, necesite objetivamente? El estado, la iglesia, la hipocresía y la pereza de no pensar críticamente, matan. Los valores prediseñados que nos hereda la cultura en que nacemos, deben ser sometidos a un profundo escrutinio por parte de absolutamente todos los individuos que hacemos vida en dicha cultura, para poder tomar decisiones que sean lo menos dolorosas posible, y por completo, solidarias.
Porque, una vez más, hay que darnos cuenta que no pensar críticamente mata.
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