La vanidad (excluyamos esa que hace preocuparnos por nuestra apariencia, que creo es la más inofensiva de las vanidades: centrémonos en la que hace mirar al otro por encima del hombro) es la peor cualidad que puede poseer un artista, un pensador, un intelectual: denota una gran ignorancia sobre el para qué del trabajo propio, sobre los irremediables límites que neuro-fisiológicamente poseemos como especie; coincido con todos aquellos que han dicho, socráticamente, que mientras más conocemos, más conscientes nos hacemos de nuestros límites, por lo tanto de nuestra ignorancia. Me encantaría cambiar todo lo que sé, a lo Descartes... El artista, el pensador, el intelectual, tienen una función primordial para la humanidad: inspirar humildad y sed de creación y de conocimiento.
Nunca podré encontrar honestidad en el trabajo de aquel que encuentra a la poesía, o lo trascendental, que es lo mismo, en las relaciones sociales más que en la misma poesía; nunca podré confiar en la profundidad del trabajo de alguien que no es capaz de ver y admitir la arrogancia que por nuestras limitaciones inmanentes suele arroparnos, porque esa persona no podrá aprender nada de sí, y por lo tanto, nada de los otros, que son quienes, por eso de la alteridad, nos dan la noción de la existencia en general.
La vanidad intelectual nos hace maniquíes, y hace de nuestros trabajos, bienes culturales, un equivalente sofisticado de la comida chatarra. Lo preocupante es que no pocos de estos bienes culturales chatarra, inspirados por la vanidad, son los que más abundan y por lo tanto, los que más atención reciben: el artista, el pensador, el intelectual honesto huye de estos ambientes y no le preocupa el reflector y, en vista de que vivimos en una sociedad de la corrupción (llamar virtuoso a alguien porque sólo es un "contacto", es manifestación de esa corrupción normalizada) empiezan a trascender obras plagadas de lo digerido y redigerido hasta el cansancio. Obras que no inspiran ni humildad, ni sed de creación ni de conocimiento.
La vanidad tiene señorío en esta época, más que en otra. Esto cumple con la eterna paradoja que acompaña al humano y que se resemantiza de acuerdo a lo que los años en curso proporcionan: nunca habíamos tenido acceso a tanta información como ahora pero a la vez no habíamos adorado la ignorancia con tanta vanidad, como ahora.
Nunca podré encontrar honestidad en el trabajo de aquel que encuentra a la poesía, o lo trascendental, que es lo mismo, en las relaciones sociales más que en la misma poesía; nunca podré confiar en la profundidad del trabajo de alguien que no es capaz de ver y admitir la arrogancia que por nuestras limitaciones inmanentes suele arroparnos, porque esa persona no podrá aprender nada de sí, y por lo tanto, nada de los otros, que son quienes, por eso de la alteridad, nos dan la noción de la existencia en general.
La vanidad intelectual nos hace maniquíes, y hace de nuestros trabajos, bienes culturales, un equivalente sofisticado de la comida chatarra. Lo preocupante es que no pocos de estos bienes culturales chatarra, inspirados por la vanidad, son los que más abundan y por lo tanto, los que más atención reciben: el artista, el pensador, el intelectual honesto huye de estos ambientes y no le preocupa el reflector y, en vista de que vivimos en una sociedad de la corrupción (llamar virtuoso a alguien porque sólo es un "contacto", es manifestación de esa corrupción normalizada) empiezan a trascender obras plagadas de lo digerido y redigerido hasta el cansancio. Obras que no inspiran ni humildad, ni sed de creación ni de conocimiento.
La vanidad tiene señorío en esta época, más que en otra. Esto cumple con la eterna paradoja que acompaña al humano y que se resemantiza de acuerdo a lo que los años en curso proporcionan: nunca habíamos tenido acceso a tanta información como ahora pero a la vez no habíamos adorado la ignorancia con tanta vanidad, como ahora.
No sólo con la duda crítica propiciamos el progreso, también necesitamos admitir-nos, ver-nos.
Toluca, 12 de diciembre de 2018
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